Vida y Partido
Luis Jerez Ramírez
Desde mi niñez, tuve al Partido
Socialista metido en mi casa. Mi padre, que presumía de contarse entre los
fundadores, poseía una fabulosa colección de fotografias de los tiempos
combativos del Frente Popular y más particularmente, de los años tiempos del
socialismo chileno. No sé cómo se las arreglaba para aparecer en ellas. Era un
atochamiento imponente que sustituía el papel mural. Las imágenes se disputaban
cada espacio de las murallas de su escritorio. Agoté buena parte de mi infancia
en medio de esa exudación fotográfica. Recuerdo que un día llegó al hogar con
un a gigantografia de Óscar Schnake, el Primer Secretario General del
Socialismo chileno. La había salvado del desguace a que la había condenado
algún adversario del líder. Esa inmensa foto, que apretujó las más pequeñas,
estuvo ahí por años, mortificando los tiempos de mi primera edad.
Miradas en perspectiva, las
fotografías no eran materia inerte. Acreditaban historia reciente, a la vez que
testimoniaban un patrimonio de ideas, emociones y aspiraciones. Era una galería de hombres y
mujeres con extraños uniformes, de rostros desafiantes, con el puño apuntando
al cielo. La gráfica mostraba a Grove, Schnake, Salvador Allende, Eugenio
Matte, Rolando Merino, Carlos Alberto Martínez, abuelo de Gutemberg,
encabezando los escalones ordenados de las milicias socialistas, las
"camisas de acero". Bandas de guerra, himnos callados, gorros
milicianos de aquéllos que usaban las brigadas internacionales en la Guerra
Civil Española, gruesos correajes de suela que atravesaban el pecho y afirmaban
los pantalones. La hebilla del cinturón era una formidable arma de combate,
capaz de romper cabezas y maltratar huesos.
Mirando esas fotos, me
familiaricé con personajes admirables y con otros que fueron deshaciendo
convicciones en el camino. Las imágenes inmovilizadas por la lente, fueron
tomando cuerpo entre la niñez y la adolescencia. Algunos transitaron por mi
casa sin que les dispensara el más mínimo interés. A otros los identifiqué más
tarde en desfiles, ampliados o simplemente en la mirada fugaz de los
periódicos. Eran los primeros escuadrones del socialismo chileno, los que le
dieron vida: Schnake, el de la gigantografia, Marmaduque y Hugo Grove, Salvador
Allende, Eugenio Matte, Ricardo Latcham, Arturo Bianchi, Luciano Kulcewsky,
Carlos Charlín, Eugenio González, Federico Klein, Oscar Parrau, Augusto Pinto,
Juan DíazMartinez, Enrique Mozo Merino, Manuel Mandujano,Eleodoro Domínguez,
Astolfo Tapia Moore, Manuel Eduardo Hubner. Estaban los contingentes que habían
emigrado del Partido Comunista tras los procesos de Moscú: Manuel Hidalgo,
Cesar Godoy Urrutia, Natalio Berman, Pablo López y Ramón Sepúlveda Leal. Esa
exposición permanente que instaló mi padre, incluía figuras que animaron el
Frente Popular como Juan Baustista Rosetti, Pedro León Ugalde, Arturo
Olavarría, Justiniano Sotomayor, Carlos Contreras Labarca. Son los que, con
algún esfuerzo extra vienen, con dificultad a la memoria. La mayoría de ellos
es historia muerta para los contingentes que hoy están haciendo la historia
viva.
Una imagen de aquel tapiz
blanquinegro ideado por mi progenitor se grabó con fuerza en mi memoria. Era la
de un hombre que arengaba a un auditorio invisible. Un rosto curtido, que
parecía tallado en piedra, y una mano vigorosa, dura, a punto de ser lanzada al
espacio. Era el rostro de Pablo López, un autodidacta, obrero de la
construcción, tal vez el más brillante de los líderes obreros de los años fundacionales.
De su vida supe más tarde, mucho después de su prematura muerte. A principio de
los '40, fue asesinado por un grupo de milicianos socialistas en la antesala de
la primera división del partido. Escuché por primera vez su nombre cuando mi padre,
abatido, informó a su mujer del crimen estúpido.
Mi madre, que rumiaba en silencio
su escasa simpatía por el socialismo, me llevaba devotamente a ver desfilar a
su marido. Tomado de su mano, me gasté algunos años y no me queda el recuerdo
de que me haya sentido impresionado por esas expresiones paramilitares.
Mientras, doña Luisa nunca abandonó su escasa devoción por las ideas de su
marido. Cuando, adolescente, hacía mis primeras incursiones, me decía: "No
se meta en política, hijo". Mucho más tarde, cuando los hechos estaban
consumados, solía insistir: "¿Por qué no se hizo democratacristiano? Se
ven tan caballeritos".
Algunos acontecimientos se
instalaron en el recuerdo porfiado, con extraña nitidez: la elección de Pedro
Aguirre Cerda, la multitudinaria celebración a la cual fuimos arrastrados por
el inagotable entusiasmo patemo y la muerte del mandatario, tres años más
tarde. Me impresionó, tanto como podía impresionar a un niño, ese cariño
silencioso, implícito en el homenaje que se rendía a aquel hombre diminuto, de
tez oscura, cuyo rostro se me había hecho familiar en las aglomeraciones
gráficas de mi padre, y que había abierto camino a las aspiraciones y
esperanzas de los postergados. Por primera vez, tomé contacto con el dolor de las muchedumbres, que siempre me
pareció duro y callado, de lágrima contenida.
Otro tumulto multitudinario que
quedó en la memoria para ser rescatado en los años del crepúsculo, fue el
apoteósico recibimiento que los partidos del Frente Popular le dispensaron a
Indalecio Prieto, una de las figuras más notables de España republicana quien
llegaba como Embajador extraordinario a la ceremonia de transmisión del mando,
en diciembre de 1938. Instalado con mi madre en el balcón de una casa de calle
Exposición con Alameda, donde nos había dejado mi padre, vi pasar los autos de
la comitiva, en medio de un gentío inmenso que aclamaba a la República y el
ruido ensordecedor de las sirenas de las fábricas santiaguinas. Yo no tenía más
de seis años y sólo sabía que este caballero era de "los buenos". Los
diarios del día siguiente destacaban la imagen del líder, y a su lado,
llevándolo del brazo, en medio de la multitud, la cara de mi padre con el
entorchado uniforme gris de las milicias socialistas.
Ya adolescente, me interesé por
este obeso personaje. Fue uno de los grandes oradores de la República, Ministro
de Defensa bajo los gobiernos de Largo Caballero y Negrín, cayó en desgracia
con los comunistas españoles. Al regreso de Chile, fue destituido, terminando
su vida en México.
De desfile en desfile, asumí mi
pertenencia al Partido Socialista como si se tratara de un atributo natural.
Trajiné por los locales partidarios, acompañando a mi hacedor en el primer
lustro de mi vida. Conocí a Allende en un ampliado partidario de una manera
insólita. Nunca borré la escena. Mi padre era un hombre pulcro en su
vestimenta. A fines de los '30, todavía usaba tongo -un sombrero de fieltro,
duro y redondo de ala angosta- y polainas sobre los zapatos. Con frecuencia,
incorporaba un bastón. Una mañana dominical, cuando ingresábamos al local del
Partido, lejana pero clara, se oyó una voz que decía: "Miren, ahí llega
Santiago antiguo". Allende lo señalaba con el índice, provocando la
carcajada de los presentes. Mi padre, complacido, contestó con una ligera reverencia.
En esa misma oportunidad, por primera vez, escuche una intervención del líder.
Era muy niño como para sentirme impresionado.
La insistencia de mi progenitor
en disfrutar mi compañía, aunque tenía motivaciones afectivas, era a la vez una
formidable actividad de proselitismo. Tempranamente me manejé con una visión
maniquea de la sociedad, donde los buenos y los malos estaban ordenadamente
alineados. Ya a fines de la primera década de mi vida, había aprendido a
detestar a los latifundistas, a los barones de la derecha chilena, pero por
sobre todo al fascismo. Sabía de memoria el cancionero republicano de la guerra
civil española y las consignas universales de la reforma agraria que habían
exportado desde México Emiliano Zapata y Pancho Villa: "¡La tierra para el
que la trabaja! ¡Ni tierra sin hombres, ni hombres sin tierra!". Mis
héroes no emergieron de las historietas, sino del drama que había oscurecido a
España. Eran Modesto, Líster, la Pasionaria y todos los caudillos de la
República derrotada. Mis villanos también eran de carne y hueso. La lista la encabezaba Franco. Jardiel Poncela, decía
en alguno de sus libros: 'A los siete años sabía mucho más de socialismo que de
futbol. Después descubrí que el futbol era mucho más inteligente que el
socialismo". En lo que mí respecta, nunca supe mucho de futbol. Quizás por
ello sigo siendo socialista. Aun ahora, en el otoño, me sigue pareciendo
inteligente a pesar del bailongo a que se le ha sometido. Mi padre, de feroz
militancia, fue desertando de a poco. Superada su afición por las fotografias,
terminó, ya veterano, reservando sobre una muralla de su pieza de trabajo,
espacio sólo para dos fotos: la mía y la de Augusto Pinochet.
Raúl Ampuero |
A fines de 1947, con trece años
tiernos, formalicé mi matrimonio con el Partido Socialista. Era la legitimación
de un amancebamiento largo. Enrique Astudillo, un compañero del Liceo Barros
Borgoño, que mantiene hasta hoy militancia obstinada, me invitó a los funerales
de Mario Miño, un joven socialista, víctima en un "fraterno" encuentro
callejero con militantes comunistas. Me sedujo una formidable pieza oratoria de
Raúl Ampuero y, en los días siguientes, firmé la ficha.
Éste fue un acto de pertenencia,
de enajenación, que cumplí a cabalidad durante buena parte de mi existencia. La
noción bolchevique del Partido, instrumento necesario para cambiar radicalmente
la sociedad, le daba al compromiso una consistencia casi religiosa. Y los
jóvenes de entonces, que ya no somos los mismos, lo asumíamos colocándolo en la
cima de la escala de valores. Era sólo entrega, no el do ut des de los tiempos
que llegaron. Transitábamos la vida con el Partido a cuestas. En el liceo
(primero el de Concepción, luego el Barros Borgoño en Santiago y más tarde el
Eduardo de la Barra de Valparaíso) siempre "el núcleo" organizaba mi
quehacer extracurricular: la Federación de Estudiantes, los congresos
estudiantiles, la agitación callejera. En la universidad, la brigada, el
debate, la actividad con los sindicatos y el quehacer al interior de la
organización.
Hice un tránsito breve pero
intenso por Valparaíso. Los dos últimos de la Enseñanza Media en el Liceo
Eduardo de la Barra y el primer año universitario en el Curso de Derecho que
mantenía la Universidad de Chile en el puerto. Siempre estudio y activismo: las
asambleas, las huelgas estudiantiles y el primer amor. Los congresos de
estudiantes "secundarios", nacionales y provinciales, en los que
participaba con inocultable vocación subversiva, reproducían el alineamiento
decimonónico de laicos y católicos. En tiempo de González Videla, y a pesar de
la Ley de Defensa de la Democracia, los paros de trabajadores eran frecuentes y
los estudiantes nos colgábamos con entusiasmo a falta de petitorios propios,
que también los había.
De mi período porteño, guardo
algunos recuerdos En una ocasión, debí trasladarme a Santiago -con mandato de
la Federación de Estudiantes Secundarios- después de gestionar una entrevista
con el Ministro de Educación. Desde Valparaíso agitamos una movilización
nacional por un proyecto que ponía término a la jornada única en los
establecimientos educacionales. Me atendió, subrogando al titular, Juan
Bautista Rossetti, quien dirigía la fracción-colaboracionista" del
socialismo chileno (dividido desde 1948) y que atraía por ello la animadversión
de un pretencioso joven revolucionario. Rossetti, fue uno de los políticos más
talentosos de la época. Activísimo, nervioso, un torbellino desbordante, tenía
la desventaja de poseer una voz casi chillona. Cuando hablaba sus palabras se
atropellaban por salir de su garganta, pero lo hacían con impecable respeto a
la sintaxis. Fue un diputado brillante, a la vez que un hábil polemista. Era
copropietario del diario "La Opinión", y su inmensa oficina era el
escenario de una ininterrumpida y nocturna tertulia política. Mi padre, que
colaboraba en el periódico en tareas que nunca pude precisar, narraba con
deleite el inagotable anecdotario del padre de Carolina.
Allí estaba yo instalado, ante
este torbellino de origen italiano, que atendía a dos manos sendas
conversaciones telefónicas. Casi sin mirarme, hizo un ademán para indicarme que
tomara asiento. Aproveche un momentáneo silencio para iniciar mi alegato. A
poco andar, la escena se reinició y volví a guardar silencio. Don Juan Bautista
se prodigaba con sus interlocutores lejanos, invitándome con un nervioso gesto
a continuar. Me amurré y no dije una palabra. Insistió en escucharme y le
contesté incómodo: "¡Cuando usted termine, Ministro!". Volvió a la
carga'. "¡siga, siga, yo estoy escuchando todo lo que usted,
me dice! ¡Muy
interesante... muy interesante! ¡Siga, siga, usted es muy inteligente!".
El elogio debió quebrarme, pero me mantuve firme. Al fin, y sólo porque los
teléfonos se aplacaron, logré desarrollar mi libreto. Por cierto no lo impresioné.Juan Bautista Rosetti |
El mismo año, y también en
"Pancho", participé por primera vez como, delegado de la F.J.S. en un
congreso provincial del Partido. Era en la antesala de la división inminente
detonada por los sectores que querían romper cabezas comunistas. Era un sector
minoritario y sus expresiones prominentes eran Rosetti, Bernardo lbáñez y
Agustín Alvarez Villablanca. Buscando ministerios, se embarcaron en la cruzada
anticomunista que orquestaba con entusiasmo don Gabriel. Mi voto en modo alguno
era importante, pero fue contabilizado por la gente de Rosetti. Éste nunca me
tocó el tema, pero creo que le cursaron factura.
Inicié mi carrera en el Curso de
Derecho que la Universidad de Chile mantenía en Valparaíso. Allí compartí
inquietudes y la aspiración arrogante de cambiar la sociedad, con Alberto
Jerez, Eugenio Ballesteros y Benjamín Prado, más tarde Senadores de la
República, Lucho Guastavino, por largo tiempo vocero prominente y brillante del
Partido Comunista, Antonio Tavolari, una figura carismática del socialismo
porteño, cuya temprana ansiedad por llegar al Parlamento, fue frustrada por una
pertinaz mala suerte. Finalmente, y ya con años a cuesta, terminaría por
lograrlo. Compartí aula y afecto con Rubén Cabezas, el único socialista que en
la época se declaraba "no marxista". Siempre fue un arquetipo de
moderación, lo que no impidió que a los pocos días del golpe, enfrentara un
pelotón de fusilamiento, sin saber por qué.
En 1951, me alejé de mi familia
con el ánimo de construir "camino propio". Decidí, con destino
incierto, trasladarme a Concepción sólo con "la escobilla de dientes y la
muda de repuesto". Apenas lo había conversado con mi familia. Mi madre,
una mujer de madera estoica, dio su consentimiento silencioso. Mi progenitor,
severo y ofendido me previno que no debía contar con su ayuda. Le aseguré que
mi movida era sin costos. Fue una buena decisión, por la que pagué alto precio,
pero de la cual nunca me arrepentí.
Concepción
Los mejores años de mi vida los
viví en Concepción. Aterricé en el hogar de mi tío, don Enrique Espinoza, un
hombre sabio y bondadoso, con cuyo afecto me vi favorecido desde niño. Pero mi
opción era por la independencia y abandoné la seguridad que me ofrecía. Fueron
tiempos de estudiante pobre y a veces de mal comer. La pobreza no era siquiera
un dato. Sí lo era la combinación del activismo político, el quehacer excitante
de las asambleas universitarias, la confrontación dura con militantes de otras
parroquias que no cerraba los espacios de la fraternidad, la bohemia y el amor.
La vida ofrecía espacio hasta para el estudio. Es evidente que los días de
antaño tenían más de 24 horas.
Lo de la bohemia no es una
referencia ligera. La vida se desordenaba hasta altas horas de la noche en los
pasajes aledaños a la Plaza de Armas. Se estudiaba a ritmo de tranco lento bajo
las luminarias o al interior de las galerías comerciales. Se terminaba
invariablemente en algún bar cercano, "conversando botellas de vinos que
nunca serían exportables, pero al alcance de presupuestos esmirriados. Se bebía
y hubo aficionados que hicieron historia. Imborrable el recuerdo de
"Tocornal" Rodríguez, un estudiante de odontología cuyo apelativo,
bien ganado, terminó por sepultar su nombre de pila. Nunca lo supe. La saga
recogió el infundio de que "Tocornal" murió con delirium tremens en
una mina del altiplano boliviano. Registro otros, con destino menos dramático.
El grupo de curagüillas del que formé parte, orilló los peligros de la ingesta
sin desbarrancarse. De su pertenencia, más no de los mostos, disfruté a concho.
Y había que procurarse sustento.
Era un tema menor, pero tampoco desdeñable. Recibí y vendí boletos en el Club
Hípico de Concepción. Controlé con una maquinita extraña el ingreso de público
a los cines, e hice clases de lo que sabía y de lo que no sabía. En la campaña
del '52, ya había adquirido destreza como activista político y orador en plazas
y asambleas. El Partido Socialista Popular había adherido al "General de
la Esperanza" y me había destacado como Secretario General del Frente de
Juventudes Ibañistas en lo que hoy es la Región del Bío Bío. En 1953, bajo el
Gobierno de Ibáñez, alguien me gestionó -una pega" como Inspector del
Trabajo. El sueldo me pareció deslumbrante, y debe haberlo sido, porque me
permitió abandonar mi arrastrada condición de “flaco". En los mismos días
encontré asilo en el Hogar Universitario, donde por años compartí cómoda
habitación y afecto con Sergio Elgueta, más tarde brillante diputado de la DC.
Asumí con devoción mis funciones
como "fiscalizador". Con ánimo muy ligero, las inauguré en el Hogar
Universitario. Me apersoné en la Dirección del establecimiento y solicité
contratos y acreditivos del cumplimiento de la legislación laboral. La escena
fue de película cómica. El Director, con el cual me encontraba diariamente en
los pasillos, montó en cólera ante al mozalbete que pretendía controlar su
gestión. "¿Cómo se atreve? ¿Qué se ha creído? ¿Quién es usted
para...?". El hombre no paraba, mientras se le hinchaban las venas de sus
sienes. Yo permanecía impasible, mientras, íntimamente, disfrutaba el encuentro.
Casi con timidez le aclaré: "Señor, soy Inspector del Trabajo y estoy
cumpliendo con mis funciones". Mi interlocutor se enfureció aún más,
creyendo que le tomaba el pelo. Puse mi credencial sobre la mesa y le insistí
calmadamente: "Estoy cumpliendo con mis obligaciones y si usted no me
atiende deberé denunciar impedimento". Cogió el carné, se dio tiempo para
examinarlo y algunos bufidos agonizantes y finalmente, ya calmado, capituló.
Cursé un formulario con instrucciones y me retiré después de agradecerle su
comprensión.
El incidente no pasó a mayores.
Después de todo el Hogar pertenecía a la Universidad y más de alguien pudo
percibir mi intromisión como una deslealtad al alma mater. De cualquier manera,
creo que me procuré el aprecio de los trabajadores del recinto, particularmente
los de la cocina que se afanaban por aumentar el contenido de mis platos.
La actividad y las luchas
universitarias tenían algunas particularidades en Concepción. La ciudad
universitaria encerraba físicamente un contingente humano, de camaradería
ancha, que excedía las fronteras curriculares. Allí se hacía política, se
amaba, y se estudiaba. Las asambleas universitarias eran multitudinarias y el
hablar de corrido era requisito de aceptación. Eran exigentes y hasta crueles.
Un error de sintaxis podía clausurar un potencial liderato y condenar a la
víctima al silencio eterno. En la cotidianeidad de la vida universitaria, había
una placidez romanticona. La confrontación de posiciones tenía signos lúdicos y
de implícito fair play. Más tarde, mucho más tarde, con las verdades absolutas
vendrían los puños y hasta las cadenas.
La Brigada Universitaria
Socialista (BUS) era una leyenda que trascendía el “campus". Dominó la
Federación de Estudiantes de Concepción, durante casi una década. En 1957, ya
agotada, cedió espacios a la DC. El dominio era absoluto. Se hablaba de “La
Brigada" y el vocativo tenía una tonalidad casi esotérica. Habíamos
llevado nuestra arrogancia a sustituir la doméstica jefatura por un
"presidium", y aprobar en los congresos de la Federación partes
textuales del Programa del Partido, al cual se le arrancaban las páginas para
transformarlas en propuestas.
Por las aulas de la Universidad y
de la organización estudiantil pasaron figuras que dejaron huella duradera.
Salomón Corbalán, Fernando Vargas, Galo Gómez, Hugo Zemelmann, Pablo Dobud,
todos Presidentes de la FEUC, Gerardo Espinoza, penúltimo Ministro del Interior
de Allende y Fernando Ilhe, -el maestro". Este último era un personaje
fascinante. De vastísima cultura, seductora oratoria, solía caminar por los
jardines de Ia universidad, seguido siempre por un grupo de discípulos que
seguían ensimismados sus ideas, improvisadas sobre los senderos del barrio universitario. Lo mató el
estafilococo dorado, después de una pinche operación de apendicitis.
Salomón Corbalán |
De mi paso por la Universidad,
dos personajes permanecieron inalterables en el recuerdo. Salomón Corbalán, compadre,
amigo y camarada, uno de los más talentosos dirigentes del socialismo chi
leno,
hizo una carrera política vertiginosa, saltando desde la presidencia de la
Federación de Estudiantes a la Cámara de Diputados, más tarde a la Secretaría
General del Partido y finalmente, al Senado. Salomón era un Ingeniero Químico,
de vasta cultura y una gran capacidad para incorporar a su discurso problemas
complejos. Sus intervenciones eran escuchadas en el Senado con atención y
respeto. Contribuyó más que cualquiera a despertar conciencia en torno a los
viejos problemas de nuestra estructura agraria, dedicando buena parte de su
breve vida política a crear una sólida red de organizaciones campesinas que
serían, más tarde, un soporte significativo del triunfo de Allende. Predicó la
liberación campesina y alentó la organización de los trabajadores agrícolas en
todas las latitudes de Chile. Fue un agitador y un maestro. Le acompañé muchas
veces en su quehacer casi clandestino por los fundos de Colchagua. Estuve en
sus campañas electorales y compartí sus proyectos. Su existencia, llena de
promesas, se malogró estúpida e inoportunamente en un accidente carretero.
Padrino de una de mis hijas, su afecto y amistad marcó buena parte de mi vida
joven. Siempre tuve la convicción de que, a no mediar aquel accidente, la
historia del país se hubiera escrito de una manera diferente. En mi vida ha
habido dolores profundos. Los inauguró la muerte de Salomón.
María Elena Carrera |
La memoria de mi paso por la
Universidad cobija también, a un joven peruano desterrado de su país y que
gastó su talento perseguido en los ámbitos del socialismo chileno. David
Tejada, es el único extranjero que ha encabezado una federación de estudiantes
en Chile. En tiempos de González Videla, promovió una huelga estudiantil en
defensa de los fondos de la Lotería de Concepción (vinculados al presupuesto
universitario), que conmovió al país. Era un organizador nato, con una oratoria
suave y cautivante, a veces secamente persuasiva. Cuando llegué a Lima en 1970,
recompuse nostalgias con el "CholoTejada". Más tarde sería Ministro
de Salud del gobierno de Alan García.
Tenyson Ferrada |
Luis Jerez Ramírez nació en Santiago en 1933. Estudió en Concepción y Valparaíso, y se licenció en Ciencias Jurídicas y Sociales en la Universidad de Concepción en 1956. En el gobierno de la Unidad Popular fue Gerente General de la Corfo, Director del Banco Central de Chile y Embajador en Perú, país donde lo sorprendió el 11 de septiembre de 1973. Holanda y la desaparecida Yugoslavia fueron los lugares donde vivió su exilio.
""En mayo de 1968 el PC rumano curso una invitación que el partido acogió con satisfacción. Nicolae Ceasescu se había hecho del poder en 1965 y había acentuado una línea de independencia respecto a la Unión Soviética, lo que era una buena razón para mirarlo con simpatía. A principios de Mayo viajamos rumbo a Bucarest con Jaime Suárez y Mario Olea, ambos miembros de la dirección. viaja la primera delegación del Partido Socialista de Chile a Rumania compuesta por el Sub secretario General del Partido Jaime Suárez B. y el Secretario de Relaciones Internacionales Luis Jerez R.
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