jueves, 25 de julio de 2013

Mis historias de la dictadura (A 40 años del golpe militar, 42 de militancia en la UP y 22 años en el Partido Socialista).

Lidia Baltra Montaner
                                                                  12 de julio de 2013 


Aquella mañana del martes 11 de septiembre de 1973 nos levantamos temprano como siempre para ir a trabajar. Claudio me iba a dejar todos los días a mi oficina en la Editora Nacional Quimantú, en Santa María 076, al lado de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, en Plaza Italia,  y luego seguía viaje hacia el centro, a El Mercurio,  su lugar de trabajo.

Nuestros hijos eran pequeños. Ignacio tenía 4 años y Valeria, 2 y concurrían a un jardín infantil en el barrio.

Estábamos vestidos ya, tomados de desayuno, y dándonos los últimos afeites para salir, cuando de pronto en la radio escuchamos la fatídica noticia: la Armada estaba amotinada en el puerto de Valparaíso - donde se desarrollaba por esos días la Operación Unitas con la Armada de Estados Unidos -, y  luego, una voz distinta irrumpe anunciando que se transmite desde un cuartel de las Fuerzas Armadas en Santiago donde el conjunto de ellas ha decidido que el gobierno de la Unidad Popular no puede seguir ante el desorden generalizado que hay en el país y han decidido tomar las riendas para hacerlo gobernable, enmendar rumbos… etc, Nos quedamos helados.

Sintonizamos otras emisoras y… la misma cosa: los militares avanzaban hacia La Moneda y se instruía a sus moradores, entre ellos, nada menos que el Presidente Salvador Allende, de que debían entregarse y salir, pues a las 11 de la mañana el Palacio de Gobierno sería bombardeado…

Las amenazas iban también para la casa de calle Tomás Moro en el Barrio Alto, domicilio particular del Presidente. Al país, se le informaba que los chilenos nada tenían que temer, que no perderían ninguno de sus derechos, que se mantuviera en calma y que, en lo posible, no fueran a sus lugares de trabajo y permanecieran en sus casas.

Sintonizamos Radio Magallanes, que era del Partido Comunista, y escuchamos la voz de dos locutores, uno de ellos, la de nuestro antiguo amigo, el disc jockey Agustín Fernández, leyendo un manifiesto que alentaba al pueblo afirmando que Allende no cejaría, que seguiría adelante con la ayuda de todos los chilenos democráticos y concluyó un fuerte “¡No a la guerra civil!”… En fin, todo un discurso de apoyo al Gobierno y de resistencia a los embates de la derecha (que más tarde supimos leía de las páginas del diario El Siglo de ese día). Radio Magallanes era una isla en el dial junto con Radio Corporación del Partido Socialista, que ya había sido acallada, lo mismo que Radio Nacional, del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR. La mayoría de las emisoras eran de derecha. Luego vinieron las magníficas últimas palabras de Salvador Allende, llamando a confiar en el futuro, ya que el presente se veía negro.

Pese que los rumores de un golpe de Estado se oían hacía tiempo, no estábamos preparados. Nos mirábamos las caras sin saber qué hacer. Salimos al jardín y vimos y escuchamos aviones de guerra surcando el cielo. Ya eran como las 8 y media de la mañana. Como militante de un partido del gobierno popular – por entonces, la Izquierda Cristiana – le manifesté a Claudio que yo tenía que ir a Quimantú y decidir allá, con mis compañeros, qué hacer. Claudio leyó la firmeza de mi decisión en mis ojos y, como siempre, me apoyó y dijo que él me iría a dejar y seguiría al centro donde quedaba su lugar de trabajo, El Mercurio.

Partimos mudos por la  Avenida Kennedy y la Costanera hacia Plaza Italia. Detuvo la Renoleta en la puerta de Quimantú y me bajé. Entré con el corazón en ascuas y vi movimiento en los diferentes pisos… todo el mundo serio, concentrado escuchando radios portátiles,  hablando en voz baja en halls y pasillos.

Llegué a mis oficinas de Documentación (el ex Archivo de Zig Zag), y observé que todos estaban conmocionados. Personas de otras secciones o revistas venían a intercambiar información y opiniones en voz baja. De pronto, apareció el periodista Guillermo Gálvez Rivadeneira (hoy, un detenido desaparecido), jefe del Comité de Unidad Popular, CUP, y con un rostro inexpresivo, escondiendo cualquier emoción, duro como el mármol, dijo que la Central Unica de Trabajadores, CUT, ordenaba que permaneciéramos en los puestos de trabajo. Era lo que una quería escuchar en esos momentos: una orientación acerca de dónde sentirse más útil, dónde cumplir una función importante en la emergencia que vivíamos, que no se parecía a ninguna experiencia anterior.



Entretanto, Claudio no pudo cruzar el río Mapocho hacia el centro, pues todos los puentes estaban bloqueados por el Ejército y volvió a buscarme.

Salí a la calle y me acerqué a la Renoleta donde me esperaba. Y con voz grave, solemne, le dije: “Hay que quedarse”. “¿Estás segura?”, me contestó, mirándome profundamente a los ojos. “Sí”, le respondí. “Entonces, me quedo contigo”, respondió. Me estremecí… Ambos supimos, sin expresarlo, que con esa decisión estábamos dispuestos a todo, a tomar las armas y a morir ahí en Quimantú defendiendo al Gobierno Popular. Y en casa quedaban los niños…

Estacionó el auto, lo cerró con llave y ambos subimos a Documentación. Allí continuamos conversando con los compañeros. Nos asomamos a la ventana y vimos un tanque que se habían ubicado al otro lado del río Mapocho, en el centro de la Plaza Italia, y su cañón apuntando directamente a Quimantú, es decir, a nosotros.

Claudio le preguntó a un compañero: “Bueno, y ¿hay con qué defenderse?” “No sé”, respondió con la mirada perdida y encogiendo los hombros. Miramos a otros compañeros: todos lucían rostros perplejos, de no saber… En eso pasa de nuevo Guillermo Gálvez, que recorría toda la empresa transmitiendo las instrucciones de la CUT. Repitió que teníamos que quedarnos en nuestros puestos de trabajo. Claudio lo interpeló: “Bueno, compañero, y ¿con qué nos vamos a defender?…¿Hay armas aquí?” Gálvez lo miró con el rostro impertérrito y un tono en la voz mezcla de orgullo y dignidad comunista: “No, aquí no tenemos armas, compañero”.

Claudio me miró y me dijo con voz muy firme: “Entonces, Lidia, ¡vámonos de aquí!” Yo lo miré perpleja, sin atinar a moverme, mirando a Gálvez y a él. “Espera un poco - le dije como para ganar tiempo -, vamos a ver a la Marcela”.

Subí a ver a mi cuñada que trabajaba en Paloma, revista para mujeres de clase media, la alternativa de Quimantú a la elegante Paula. El ambiente ahí, solamente con mujeres, estaba también agitado, algunas hacían vendas... Las  ví a todas firmes y decididas en sus puestos: la directora Cecilia Allendes, Gaby Meza, Graciela Torricelli… Le conté a Marcela que Claudio estaba conmigo en Documentación y que habíamos decidido retornar a casa en vista de que no había cómo defender el lugar de trabajo ni al Gobierno. Marcela rechazó mi velada invitación y manifestó que ella se quedaba porque así lo habían decidido todas y que ya habían mandado a buscar frazadas para pasar ahí la noche...

Me pareció valiente la actitud de las “palomas”, pero mucho más atinado lo que decía Claudio. Además, estaban nuestros niños en casa…

Poco después, los militares rodearon Quimantú e incluso hicieron algunos disparos hacia el edificio. La CUT ordenó que todos los trabajadores se fueran a sus casas para evitar una masacre.

Bajo toque de queda

Pasamos encerrados en casa del martes 11 hasta el jueves 13, en que se levantó el toque de queda al mediodía pero sólo hasta las 15 horas, momento en que volvió a imperar.

Esa tarde tocan el timbre y al abrir, veo a Chico López de Oliveira, uno de mis compañeros brasileros de Documentación,  un sonriente joven moreno, de barba y pelo largo, y pantalones rojo fuego. ¡Tenía una pinta de guerrillero extranjero imborrable! Desde el día 11, un bando militar establecía que todos los extranjeros eran terroristas y había que denunciarlos porque querían apoderarse de la patria.

De inmediato lo hice pasar y cerré la puerta aliviada de que entrara de una vez. Chico compartía departamento en Las Torres de San Borja con nuestro compañero, el periodista y cantautor Payo Grondona. ¿Cómo había llegado hasta nuestra casa de Vitacura, distante unos 11 kilómetros, si no había locomoción por el toque de queda…? “¡Caminando!”, respondió satisfecho. “¿No has visto los volantes que circulan contra los extranjeros?”, le preguntamos. Con su marcado acento brasilero explicó: “Me vine tranquilamente caminando y sonriendo a todo el mundo como que yo estaba muy contento con el “pronunciamiento”, como le dicen”...

Luego de comer un plato de lentejas, su primer alimento en un par de días,  Claudio le prestó sus implementos de afeitar y lo convencimos de que se quitara la barba. Yo por mi parte le corté los cabellos demasiado largos para el gusto de los gorilas en el poder y quisimos darle otros pantalones para que no usara esos rojos tan llamativos, pero ninguno le calzó porque era muy delgado.

Conversamos sobre la inconveniencia de quedarse con nosotros, pues siendo compañero mío en la “Legión Extranjera” (como le llamaban a Documentación de Quimantú por la cantidad de colegas exiliados que teníamos), lo más probable era que me allanaran la casa en cualquier momento. Entonces decidimos llevarlo donde Marcela, quien lo acogió, como a todos quienes golpeaban su puerta en esos días siniestros.

Asilados perseguidos

Poco después de que se levantara el toque de queda, el 13 septiembre, comenzó en la capital una actividad febril: personas perseguidas por la Junta Militar cuyos amigos los asilaban en embajadas.

Mi colega y compañera Rosita Parisi me llamó un día para que la acompañara en una misión. Como estas cosas no se hablaban por teléfono, nos juntamos en la entrada principal del Almac de Vitacura, y allí me conminó a acompañarla a ver a nuestro líder máximo, Bosco Parra, Secretario General de la Izquierda Cristiana (partido en que milité veinte años, al cabo de los cuales, en 1991, ingresé al Partido Socialista).

Bosco estaba asilado en la Embajada de Cuba,  al interior de la Embajada de Suecia, a pocas cuadras del supermercado. ¡En el ojo del huracán! Sentí cómo me latía el corazón. Yo había participado sin temor con mis compañeros de Quimantú en la primera manifestación de protesta tras el golpe, el 25 de septiembre, en el funeral de Pablo Neruda, mientras hileras de soldados nos apuntaban con sus metralletas en el camino al cementerio. Pero ahora, más consciente de lo que ocurría en el país, el miedo me atenazaba.

Nos estacionamos a cierta distancia y le dije a Rosita que yo me quedaba en el auto esperándola. De sólo pensar en que alguien nos fotografiara mientras entrábamos al lugar donde se cobijaban los diplomáticos de Cuba, que en esos tempranos días, aún no se retiraban del país, me temblaban las piernas. Rosita sonrió y fue ella sola, con toda tranquilidad. Al regreso, me contó que Bosco estaba bien y que me mandaba saludos. Ella y otros compañeros lo visitaron muchas veces, para recibir instrucciones e intercambiar un bien preciado en esos días: la información.

Al parecer, sólo la embajada cubana me atemorizaba, pues luego saqué fuerzas para enfrentar otras al incorporarme a la tarea de asilar a compañeros perseguidos.

Nuestra amiga y colega Amanda Puz, periodista de revista Paula, había logrado asilar a su hermano Juan Carlos, que era del MIR, en la embajada de Honduras situada en Av. Américo Vespucio. Y Marcela, su vecina y amiga, necesitaba salvar a su pololo de entonces,  Sergio Díaz Carrera, un cineasta guatemalteco que trabajaba en Chile Films, un “enemigo” de los más buscados por los milicos esos días: extranjero y, por si fuera poco, comunista.

Amanda contó que en esa embajada era fácil hacerlo y nos condujo hasta el lugar. Partimos en auto con el Guatemalo escondido en el suelo del asiento trasero. Rogábamos que ningún milico o paco nos detuviera para revisar el auto, medida de común ocurrencia en esos días. Afortunadamente no pasó nada y llegamos al lugar. Primero lo observamos. Por fuera no se veía nada extraño, por el contrario, todo parecía tranquilo en aquella cuadra del Barrio Alto.

Nos estacionamos a una distancia prudente en una calle lateral y Amanda encabezó la misión dirigiéndose  hacia una puerta de reja del servicio con una frazada y otros enseres. Mientras ella distraía a la empleada con esos encargos para su hermano, nosotras hicimos una “sillita de manos”, y el Guatemalo, que afortunadamente era bajito y delgado, se subió y ágilmente trepó por el muro lateral y saltó hacia el jardín. ¡Estaba a salvo!

Salimos lentamente, haciéndonos las tontas, y al llegar al auto y encender el motor, dimos un suspiro de alivio y nos reímos de alegría y satisfacción. También aflojamos la enorme tensión nerviosa.

Este éxito nos dio confianza y energía para decidirnos a asilar a continuación a mi colega brasilero Chico López de Oliveira. Pero nos enteramos de que la embajada de Honduras estaba ya bajo vigilancia de Carabineros, lo que corroboramos al pasar por allí en la Renoleta.

Como este tipo de información volaba en nuestros círculos de amigos y compañeros, nos informaron de que sería posible asilarlo en una dependencia de la embajada de Panamá, que quedaba en la comuna de Providencia, en calle Bustos. El gobierno del general Torrijos había apoyado a Allende y lo seguía haciendo con sus partidarios. Fuimos a hacer el reconocimiento del lugar, vimos que todo estaba normal, que el edificio no tenía vigilancia aún y decidimos que había que hacer la operación de inmediato.

Recogimos a Chico en casa de Marcela, se echó al suelo del asiento trasero y partimos hacia la nueva embajada. Claudio tocó el timbre del edificio, le abrieron y por entre la puerta entornada vio que el hall estaba lleno ya de asilados políticos, todos amontonados y de pie en el living. ¡Ya no cabían sentados!

Le explicó al funcionario que traía a un brasilero. El funcionario se encogió de hombros y abrió la puerta como diciendo “vamos a ver si puede acomodarse…” Claudio lo empujó hacia dentro y se despidió con fraternales palmoteos en la espalda.

Chico tuvo que quedarse de pie varios días, como la mayoría de sus compañeros de asilo. Años después supimos que había conseguido ser huésped de Suecia, país donde a su llegada, los exámenes médicos de rigor le detectaron tuberculosis. Tras un largo tratamiento y buenos cuidados, murió en ese país muchos años después.

Ocultando una "papa caliente" 

En cuanto al Guatemalo, debemos retroceder un poco en su historia, porque, relacionado con él, surgió otro ángulo increíble.

Ocho días antes del golpe había llegado Ina, su esposa rusa a verlo. El había estudiado cine en la Unión Soviética por varios años y allí se habían conocido y casado. Era bajita, rubia, algo gordita y de profesión, ingeniera en refrigeración para vuelos espaciales. Más bien había viajado a Chile a “rescatar” a su marido, pues sabía de su ligazón con una chilena. El le había escrito a la Unión Soviética confesándole que había conocido a Marcela, que se habían enamorado y le pedía el divorcio. Cuando Sergio se lo informó a Marcela, ésta le mostró su más rotunda desaprobación. Por nada del mundo quebraría su matrimonio ni lo alejaría de su esposa e hija y, con mucha pena, le pidió que se olvidara de ella. De modo que cuando Ina llegó a Santiago el 3 de septiembre, Marcela ya se había desligado de él o al menos, trató...

Horrorizada por los sucesos que acarrearon el golpe militar, sobre todo para los extranjeros, en cuanto se levantó el toque de queda y el día 15 pudo salir a la calle, Marcela acudió al departamento del guatemalo en la Avenida Bulnes, en pleno centro cívico, frente al Ministerio de Defensa ya ocupado por los golpistas.

Ina abrió la puerta y cuando Marcela se presentó, se mostró reticente a abrirle paso. Detrás suyo apareció Sergio, y a ambos les dijo que venía a ofrecerles toda su ayuda en esas difíciles circunstancias. Concretamente, ofreció buscarles asilo en una embajada. El tradujo al ruso a su esposa lo que les ofrecían. Ella se negó a asilarse, tal vez porque no comprendía bien la envergadura del conflicto que vivía Chile en esos momentos ni lo peligroso que era para todo extranjero, en especial si eran ciudadanos de la Unión Soviética.

De modo que después de que él se asiló, Ina quedó sola en Chile, sin hablar más que ruso y francés, y con su tremenda facha de rubia eslava. Poniéndose a la altura de la situación, donde la vida era más importante que nada, Marcela decidió hacerse cargo de ella y la fue a buscar para ocultarla en su casa. Luego, la llevó a la Embajada de la India, que estaba a cargo de los asuntos soviéticos, para explicar el caso y solicitar asilo. Solamente consiguió que la registraran en sus libros por si algo le sucedía.

Como tenía su casa con muchos refugiados y sus amigos le aconsejaban asilarse ella también, Marcela decidió llevarla a la nuestra mientras unos vecinos del Guatemalo buscaban otra salida para Ina.

Afortunadamente, la ingeniera soviética no alcanzó a estar mucho más en Santiago. Al poco tiempo, asilada en la Embajada de Venezuela pudo volar a Moscú, donde vivía. Nos dejó de recuerdo seis típicos y hermosos vasos para vodka de artesanía rusa que todavía conservamos. Nunca más supimos de ella.

Casa de seguridad 

Como se ha visto, eran los tiempos de dar refugio en casa a las personas perseguidas por su militancia o simpatía con los partidos de la Unidad Popular. O simplemente por ser sospechoso  de serlo. Y aquellos que los ocultaban eran igualmente castigados por las Fuerzas Armadas. Como era peligroso que los vecinos vieran gente distinta en nuestro hogar, a nuestros hijos les decíamos que eran parientes que venían de regiones a pasar algunos días en la capital. Y cruzábamos los dedos para que ni siquiera esto lo comentaran con sus amiguitos del barrio.

Pocos días después del Año Nuevo de 1974, debimos recibir a la periodista Amanda Puz, amiga y vecina nuestra.

Ella no militaba en ningún partido, era sólo simpatizante de la izquierda como toda su familia. Su marido, Darío Poblete, también periodista, era afín a la Democracia Cristiana, partido cómplice del golpe. Pues bien, como Amanda trabajaba en Paula y Darío en El Mercurio, por sus labores y contactos estaban acostumbrados a los ambientes elegantes y no se les ocurrió nada mejor que ir a pasar el Año Nuevo de  1973 a 1974 al Hotel O’ Higgins de Viña del Mar.

Llegada la medianoche, en una mesa se levantan los comensales y, champaña mediante, brindan por el triunfo de la Junta Militar y se escucha la Canción Nacional. Todos a su alrededor se ponen de pie con la copa en alto… menos nuestros amigos. ¡Y se armó el escándalo! Comenzaron por hostilizarlos lanzándoles migas de pan a la mesa. Luego, les gritaron “upelientos” y los expulsaron del lugar.

Amanda en Paris
Después se supo que en ese comedor había importantes oficiales de la Marina que no podían tolerar la actitud de nuestros colegas. Amigos le soplaron que a ella la relegarían a Putre, en la I Región, a 2.190 kilómetros de Santiago, ante lo cual Amanda abandonó su hogar y comenzó a peregrinar noche a noche en casas de diferentes amigos mientras le buscábamos una embajada donde asilarse. Con nosotros estuvo un par de días.

Poco después, se asiló en la embajada del Perú y Darío, se internó con ella.  Ambos se fueron a Francia. Ella se encuentra aún allá. Nunca pudo regresar definitivamente al país, pues sus hijas se casaron y formaron familia con franceses.

En otra ocasión, nos llegó un compañero desconocido para ocultar. Era bajito, moreno, taciturno, callado. Trataba de pasar inadvertido siempre. Nunca habló una frase. Apenas el saludo y las gracias. Estuvo sólo una noche con nosotros y nunca supimos su nombre.

Años después nos enteramos de que se trataba de un diputado comunista de Curicó y se había arrancado de un camión donde lo llevaban detenido junto a otros prisioneros. Huyó en medio de los balazos con que los soldados trataron de impedir su fuga y se vino a Santiago a pie (200 kilómetros), escabulléndose por caminos cordilleranos, durante varios días, alimentándose de malezas y bichos y durmiendo a la intemperie… Terminó sus días en Irlanda, país donde vivió su exilio.

María Eugenia, Cheña, otra colega periodista que trabajaba en la revista juvenil “Onda”, también en Quimantú, era mirista activa y muy firme en sus ideas. Solía ir a conversar con mis  compañeros de Documentación para discutir posiciones y analizar la coyuntura política.

Ocurrido el golpe, la persecución contra el MIR fue tanto o más implacable que hacia comunistas y socialistas. “El MIR no se asila”, era su consigna y todos sus militantes debían pasar a la clandestinidad donde algunos de ellos, preparaban o soñaban con la acción armada contra los milicos.

Cheña llegaba a menudo a casa contándonos los horrores de la represión hacia sus compañeros. La Aviación, al igual que las otras ramas de las Fuerzas Armadas, contaba con una policía secreta, en este caso la SIFA, que se especializó en cazar altos líderes y militantes del MIR.

Los llevaban a la temida Academia de Guerra en Av. Las Condes, que encabezaba el General Matthei, miembro de la Junta Militar. Allí los torturaban para obtener información acerca de sus planes de resistencia, nombres de dirigentes, etc. Encabezaba esta represión el odiado Edgar Ceballos, contra quien Cheña debió enfrentarse cuando tomaron prisionero a su compañero Sergio Santos, al que apenas conocíamos por su chapa, “Mario”. Durante su permanencia allí, sufrió indecibles torturas físicas y sicológicas bajo su mando, al punto de intentar suicidarse, huellas de lo cual quedó en sus muñecas. En esos momentos duros, Cheña buscó refugio en nuestra casa junto con su pequeño hijo Sergito, que no llegaba a los dos años de edad.

En una ocasión, Cheña llegó a casa con Juan Carlos, un compañero treintón, de presencia tímida y agradable, que era seguido por los esbirros de la SIFA. Conversaron largo rato y esa noche Juan Carlos se quedó con nosotros hasta la mañana siguiente. Era el compañero de Gladys Díaz, periodista mirista también, muy conocida como presidenta de un sindicato de periodistas radiales  y que vivió su propio calvario en Villa Grimaldi.

Años después, comprobamos con horror y tristeza que el nombre de Juan Carlos formaba parte de la lista de 119 miristas asesinados en la Argentina, en aquel detestable caso en que la dictadura pinochetista montó una operación transnacional haciéndolos aparecer como muertos tras un supuesto enfrentamiento entre ellos. Para este montaje, se creó el diario “El día” en La Plata, Argentina, periódico que apareció una sola vez, junto con otro similar en Curitiba, Brasil. La prensa cómplice de esta llamada “Operación Colombo”, en Chile reprodujo la mentira. El vespertino La Segunda de la Empresa El Mercurio, alcanzó el máximo del cinismo y la crueldad con un titular de primera página que decía “Exterminan como ratas a miristas”.

Antes de ser despedida, los nuevos jefes de la ex Quimantú (ahora Editora Gabriela Mistral) me obligaron a tomar vacaciones. Era noviembre del 73 y decidimos dejar a Cheña encargada de “cuidar” la casa. Bajo ese “manto” nuestra casa se convirtió en una “casa de seguridad” del MIR.

Durante nuestra ausencia, mi cuñada Marcela – sabiendo que estábamos en la playa - llegó un día a la casa para prestársela a una célula del comunista que necesitaba un lugar para reunirse. Cuando vio movimiento adentro, asombrada tocó el timbre, y se encontró con que ¡estaba ya ocupada por otro grupo clandestino!

Hacia el exilio

Una noche golpea la puerta mi colega, amigo y compañero de Documentación, Gonzalo (Payo) Grondona, que militaba en el MAPU. Venía a despedirse. Si bien aún no lo habían ido a buscar, tenía temor por su militancia y principalmente, porque su carrera de cantor popular  estaba dedicada a ensalzar el socialismo y denunciar el fascismo. Una de sus canciones, “El golpe de Estado”, fue premonitoria. De Quimantú lo habían despedido, de modo que estaba deprimido y de brazos cruzados como tantos chilenos por esos días. Aconsejado por amigos y parientes, decidió marcharse del país.

Payo Grondona
Nos anunció que se iba a la Argentina en tren. Estaba repartiendo entre sus amigos sus escasos bienes del departamento que ocupaba en una de las Torres de San Borja y a nosotros esa noche nos trajo unas tacitas de café de cerámica, un pote de greda pintada, muchos de sus discos grabados y un archivador lleno de letras de canciones de su amigo Patricio Manns, que quería resguardar.

Esos discos más los nuestros del Quilapayún, Angel Parra, Mercedes Soza y otros, estuvieron ocultos por largo tiempo, mezclados con otros LP  (vinilos) inocentes en un closet, mientras él cumplía un largo exilio en Alemania Democrática, trasladando tornillos de un mesón a otro, según nos contaría a su regreso.

Allí permaneció su tesoro artístico hasta que les gustó a alguno de los tantos ladrones que nos entraron a robar. Pero las tacitas verdes de cerámica, así como el pote de greda para las galletitas, aún adornan nuestra mesa. Nos recordaron al Payo mientras estuvo en el exilio, así como ahora nos lo recuerdan en una más dura ausencia: está recluido en una casa de reposo en Villa Alemana, V Región, tras un accidente vascular.

Mi cuñada Marcela

Claudio y Marcela
Un día de fines de diciembre de 1973, Marcela nos comunica acongojada, pero con firmeza, que ha decidido abandonar el país. Que sus amigos se lo recomiendan y que ella ve que ya no tiene nada que hacer en Chile. Que la tristeza la consume, que todos sus amigos y amores se fueron exiliados, que no tiene trabajo, en fin… Su hermano Claudio trató de convencerla en contrario, pero fue inútil. Además, nosotros mismos temíamos que la detuvieran en cualquier momento, pues seguía ocultando en su casa a muchos “prófugos de la justicia”.

Tras la muerte de Neruda, el dolor la inspiró para escribir “Padre nuestro”, poema que circuló como anónimo en publicaciones clandestinas y más adelante se publicó con escándalo en primera página de La Segunda y tiempo después, en La Tercera del 11 de noviembre de 1975, al encontrarlo en el dormitorio del sacerdote Rafael Maroto, tras un allanamiento que sufrió por su lucha contra los golpistas. Dice así:

PADRE NUESTRO

Padre nuestro que estás en los cielos
quiero hablarte al oído y contarte mi duelo
y decirte el inmenso dolor de mi pueblo.
Yo también soy el pueblo y mi luto es muy negro;
son tantos los dolores que llevamos por dentro,
porque ni eso es posible: mostrar el llanto abierto.

Es preciso ocultarse y sufrir en silencio;
hay que poner bandera y mostrarse contento
ignorando las burlas y los fusilamientos,
sonreír en las calles ignorando los muertos,
saber que en el Estadio torturan a los nuestros
por haber defendido el gobierno del Pueblo.

Nos matan los obreros, los médicos, las artes
y al insigne Neruda lo entierran sin más trámite;
prostituyen las mentes pidiendo delaciones,
sólo se escuchan marchas, no hay versos ni canciones
ni un poco de respeto para nuestros dolores.

Yo viví muchos años creyendo en la decencia
de los uniformados que eran nuestra defensa
y que hoy, asaltando al pueblo, se cubren de vergüenza.
Es fácil detectarlos: allanan, violan, roban
andan con metralleta y se visten de verde
con armas y uniformes comprados por el pueblo,
incendian La Moneda, matan al Presidente,
persiguen a Ministros y masacran la gente.
¿Qué buscan qué persiguen?
Prostituir la Patria, entregarla de nuevo
convertirnos en parias,
echando a los cubanos para darla a los yanquis…

Pretenden que olvidemos que dimos un gran paso
y suponen, ingenuos, que el fusil lo ha logrado.
Qué poco nos conocen, qué mal nos han juzgado,
este baño de sangre consolida los lazos
y nos llama a un presente más revolucionario

¿Nos disuelven la CUT?
¿Toman a Corvalán?
¿Nos niegan reajuste?
¿Nos despiden en masa?
¿al más grande poeta le saquean la casa?
¿hay familias deshechas, hay huérfanos, hay viudas?
¿hay muchos compañeros viviendo en embajadas?
¿Se terminó el Congreso?
¿El periodismo ha muerto?
¿ la dignidad de Chile es ya sólo un recuerdo?
¿Se aleja el socialismo y resucitan los gringos?

No importa; hay un mañana;
nos quedan fuerzas e  hijos
y una frase muy cierta
 que hoy decimos sin ruido:
“El pueblo estando unido
 jamás será vencido” y
más tarde o más temprano
lo habremos conseguido.

Santiago de Chile, 23 de septiembre de 1973


Un 14 de enero de 1974, junto a un grupo de sus amigos la acompañamos al terminal de buses internacionales. Entre ellos, la soviética Ina, quien, en señal de agradecimiento por todos sus cuidados, le regaló lo más valioso que tenía, su cámara fotográfica.

Mi cuñada partió al norte, al Perú. Allí se asiló y buscó un país europeo que la acogiera. Su segundo destino fue Edimburgo, en Escocia, donde pasó tres años y luego su exilio continuó en Suecia por otros cuatro. Logró llevar consigo a su hija menor, pero sus dos hijos mayores se quedaron en Chile con el papá y luego se fueron a la Argentina ya libre de dictadores.

Este fue otro de los castigos de la dictadura pinochetista. Además de las nostalgias por la patria lejana, fue doloroso tener a la familia disgregada, sin saber cuándo se reuniría otra vez.

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