Lidia
Baltra Montaner
12 de julio de 2013
Aquella
mañana del martes 11 de septiembre de 1973 nos levantamos temprano como siempre
para ir a trabajar. Claudio me iba a dejar todos los días a mi oficina en la Editora
Nacional Quimantú, en Santa María 076, al lado de la Escuela de Derecho de la
Universidad de Chile, en Plaza Italia, y
luego seguía viaje hacia el centro, a El
Mercurio, su lugar de trabajo.
Nuestros
hijos eran pequeños. Ignacio tenía 4 años y Valeria, 2 y concurrían a un jardín
infantil en el barrio.
Estábamos
vestidos ya, tomados de desayuno, y dándonos los últimos afeites para salir,
cuando de pronto en la radio escuchamos la fatídica noticia: la Armada estaba
amotinada en el puerto de Valparaíso - donde se desarrollaba por esos días la
Operación Unitas con la Armada de Estados Unidos -, y luego, una voz distinta irrumpe anunciando que
se transmite desde un cuartel de las Fuerzas Armadas en Santiago donde el
conjunto de ellas ha decidido que el gobierno de la Unidad Popular no puede
seguir ante el desorden generalizado que hay en el país y han decidido tomar
las riendas para hacerlo gobernable, enmendar rumbos… etc, Nos quedamos
helados.
Sintonizamos
otras emisoras y… la misma cosa: los militares avanzaban hacia La Moneda y se
instruía a sus moradores, entre ellos, nada menos que el Presidente Salvador
Allende, de que debían entregarse y salir, pues a las 11 de la mañana el
Palacio de Gobierno sería bombardeado…
Las
amenazas iban también para la casa de calle Tomás Moro en el Barrio Alto, domicilio
particular del Presidente. Al país, se le informaba que los chilenos nada
tenían que temer, que no perderían ninguno de sus derechos, que se mantuviera
en calma y que, en lo posible, no fueran a sus lugares de trabajo y
permanecieran en sus casas.
Sintonizamos
Radio Magallanes, que era del Partido
Comunista, y escuchamos la voz de dos locutores, uno de ellos, la de nuestro antiguo
amigo, el disc jockey Agustín Fernández, leyendo un manifiesto que alentaba al
pueblo afirmando que Allende no cejaría, que seguiría adelante con la ayuda de
todos los chilenos democráticos y concluyó un fuerte “¡No a la guerra civil!”…
En fin, todo un discurso de apoyo al Gobierno y de resistencia a los embates de
la derecha (que más tarde supimos leía de las páginas del diario El Siglo de ese día). Radio Magallanes era una isla en el dial
junto con Radio Corporación del
Partido Socialista, que ya había sido acallada, lo mismo que Radio Nacional, del Movimiento de Izquierda
Revolucionaria, MIR. La mayoría de las emisoras eran de derecha. Luego vinieron
las magníficas últimas palabras de Salvador Allende, llamando a confiar en el
futuro, ya que el presente se veía negro.
Pese
que los rumores de un golpe de Estado se oían hacía tiempo, no estábamos
preparados. Nos mirábamos las caras sin saber qué hacer. Salimos al jardín y
vimos y escuchamos aviones de guerra surcando el cielo. Ya eran como las 8 y
media de la mañana. Como militante de un partido del gobierno popular – por
entonces, la Izquierda Cristiana – le manifesté a Claudio que yo tenía que ir a
Quimantú y decidir allá, con mis compañeros, qué hacer. Claudio leyó la firmeza
de mi decisión en mis ojos y, como siempre, me apoyó y dijo que él me iría a
dejar y seguiría al centro donde quedaba su lugar de trabajo, El Mercurio.
Partimos
mudos por la Avenida Kennedy y la
Costanera hacia Plaza Italia. Detuvo la Renoleta en la puerta de Quimantú y me
bajé. Entré con el corazón en ascuas y vi movimiento en los diferentes pisos…
todo el mundo serio, concentrado escuchando radios portátiles, hablando en voz baja en halls y pasillos.
Llegué
a mis oficinas de Documentación (el ex Archivo de Zig Zag), y observé que todos
estaban conmocionados. Personas de otras secciones o revistas venían a
intercambiar información y opiniones en voz baja. De pronto, apareció el
periodista Guillermo Gálvez Rivadeneira (hoy, un detenido desaparecido), jefe
del Comité de Unidad Popular, CUP, y con un rostro inexpresivo, escondiendo cualquier
emoción, duro como el mármol, dijo que la Central Unica de Trabajadores, CUT, ordenaba
que permaneciéramos en los puestos de trabajo. Era lo que una quería escuchar
en esos momentos: una orientación acerca de dónde sentirse más útil, dónde
cumplir una función importante en la emergencia que vivíamos, que no se parecía
a ninguna experiencia anterior.
Entretanto,
Claudio no pudo cruzar el río Mapocho hacia el centro, pues todos los puentes
estaban bloqueados por el Ejército y volvió a buscarme.
Salí
a la calle y me acerqué a la Renoleta donde me esperaba. Y con voz grave,
solemne, le dije: “Hay que quedarse”. “¿Estás segura?”, me contestó, mirándome
profundamente a los ojos. “Sí”, le respondí. “Entonces, me quedo contigo”,
respondió. Me estremecí… Ambos supimos, sin expresarlo, que con esa decisión
estábamos dispuestos a todo, a tomar las armas y a morir ahí en Quimantú
defendiendo al Gobierno Popular. Y en casa quedaban los niños…
Estacionó
el auto, lo cerró con llave y ambos subimos a Documentación. Allí continuamos
conversando con los compañeros. Nos asomamos a la ventana y vimos un tanque que
se habían ubicado al otro lado del río Mapocho, en el centro de la Plaza
Italia, y su cañón apuntando directamente a Quimantú, es decir, a nosotros.
Claudio
le preguntó a un compañero: “Bueno, y ¿hay con qué defenderse?” “No sé”,
respondió con la mirada perdida y encogiendo los hombros. Miramos a otros
compañeros: todos lucían rostros perplejos, de no saber… En eso pasa de nuevo
Guillermo Gálvez, que recorría toda la empresa transmitiendo las instrucciones
de la CUT. Repitió que teníamos que quedarnos en nuestros puestos de trabajo.
Claudio lo interpeló: “Bueno, compañero, y ¿con qué nos vamos a defender?…¿Hay
armas aquí?” Gálvez lo miró con el rostro impertérrito y un tono en la voz
mezcla de orgullo y dignidad comunista: “No, aquí no tenemos armas, compañero”.
Claudio
me miró y me dijo con voz muy firme: “Entonces, Lidia, ¡vámonos de aquí!” Yo lo
miré perpleja, sin atinar a moverme, mirando a Gálvez y a él. “Espera un poco -
le dije como para ganar tiempo -, vamos a ver a la Marcela”.
Subí
a ver a mi cuñada que trabajaba en Paloma,
revista para mujeres de clase media, la alternativa de Quimantú a la elegante Paula. El ambiente ahí, solamente con mujeres,
estaba también agitado, algunas hacían vendas... Las ví a todas firmes y decididas en sus puestos:
la directora Cecilia Allendes, Gaby Meza, Graciela Torricelli… Le conté a
Marcela que Claudio estaba conmigo en Documentación y que habíamos decidido
retornar a casa en vista de que no había cómo defender el lugar de trabajo ni
al Gobierno. Marcela rechazó mi velada invitación y manifestó que ella se
quedaba porque así lo habían decidido todas y que ya habían mandado a buscar
frazadas para pasar ahí la noche...
Me
pareció valiente la actitud de las “palomas”, pero mucho más atinado lo que
decía Claudio. Además, estaban nuestros niños en casa…
Poco
después, los militares rodearon Quimantú e incluso hicieron algunos disparos
hacia el edificio. La CUT ordenó que todos los trabajadores se fueran a sus
casas para evitar una masacre.
Bajo toque de queda
Pasamos
encerrados en casa del martes 11 hasta el jueves 13, en que se levantó el toque
de queda al mediodía pero sólo hasta las 15 horas, momento en que volvió a
imperar.
Esa
tarde tocan el timbre y al abrir, veo a Chico López de Oliveira, uno de mis
compañeros brasileros de Documentación, un sonriente joven moreno, de barba y pelo
largo, y pantalones rojo fuego. ¡Tenía una pinta de guerrillero extranjero
imborrable! Desde el día 11, un bando militar establecía que todos los
extranjeros eran terroristas y había que denunciarlos porque querían apoderarse
de la patria.
De
inmediato lo hice pasar y cerré la puerta aliviada de que entrara de una vez. Chico
compartía departamento en Las Torres de San Borja con nuestro compañero, el
periodista y cantautor Payo Grondona. ¿Cómo había llegado hasta nuestra casa de
Vitacura, distante unos 11 kilómetros, si no había locomoción por el toque de
queda…? “¡Caminando!”, respondió satisfecho. “¿No has visto los volantes que
circulan contra los extranjeros?”, le preguntamos. Con su marcado acento
brasilero explicó: “Me vine tranquilamente caminando y sonriendo a todo el
mundo como que yo estaba muy contento con el “pronunciamiento”, como le
dicen”...
Luego
de comer un plato de lentejas, su primer alimento en un par de días, Claudio le prestó sus implementos de afeitar
y lo convencimos de que se quitara la barba. Yo por mi parte le corté los
cabellos demasiado largos para el gusto de los gorilas en el poder y quisimos
darle otros pantalones para que no usara esos rojos tan llamativos, pero ninguno
le calzó porque era muy delgado.
Conversamos
sobre la inconveniencia de quedarse con nosotros, pues siendo compañero mío en
la “Legión Extranjera” (como le llamaban a Documentación de Quimantú por la
cantidad de colegas exiliados que teníamos), lo más probable era que me
allanaran la casa en cualquier momento. Entonces decidimos llevarlo donde
Marcela, quien lo acogió, como a todos quienes golpeaban su puerta en esos días
siniestros.
Asilados perseguidos
Poco
después de que se levantara el toque de queda, el 13 septiembre, comenzó en la
capital una actividad febril: personas perseguidas por la Junta Militar cuyos
amigos los asilaban en embajadas.
Mi
colega y compañera Rosita Parisi me llamó un día para que la acompañara en una
misión. Como estas cosas no se hablaban por teléfono, nos juntamos en la
entrada principal del Almac de Vitacura, y allí me conminó a acompañarla a ver
a nuestro líder máximo, Bosco Parra, Secretario General de la Izquierda
Cristiana (partido en que milité veinte años, al cabo de los cuales, en 1991,
ingresé al Partido Socialista).
Bosco
estaba asilado en la Embajada de Cuba, al interior de la Embajada de Suecia, a pocas
cuadras del supermercado. ¡En el ojo del huracán! Sentí cómo me latía el corazón.
Yo había participado sin temor con mis compañeros de Quimantú en la primera
manifestación de protesta tras el golpe, el 25 de septiembre, en el funeral de
Pablo Neruda, mientras hileras de soldados nos apuntaban con sus metralletas en
el camino al cementerio. Pero ahora, más consciente de lo que ocurría en el
país, el miedo me atenazaba.
Nos
estacionamos a cierta distancia y le dije a Rosita que yo me quedaba en el auto
esperándola. De sólo pensar en que alguien nos fotografiara mientras entrábamos
al lugar donde se cobijaban los diplomáticos de Cuba, que en esos tempranos
días, aún no se retiraban del país, me temblaban las piernas. Rosita sonrió y
fue ella sola, con toda tranquilidad. Al regreso, me contó que Bosco estaba
bien y que me mandaba saludos. Ella y otros compañeros lo visitaron muchas
veces, para recibir instrucciones e intercambiar un bien preciado en esos días:
la información.
Al
parecer, sólo la embajada cubana me atemorizaba, pues luego saqué fuerzas para
enfrentar otras al incorporarme a la tarea de asilar a compañeros perseguidos.
Nuestra
amiga y colega Amanda Puz, periodista de revista Paula, había logrado asilar a su hermano Juan Carlos, que era del
MIR, en la embajada de Honduras situada en Av. Américo Vespucio. Y Marcela, su
vecina y amiga, necesitaba salvar a su pololo de entonces, Sergio Díaz Carrera, un cineasta guatemalteco
que trabajaba en Chile Films, un “enemigo” de los más buscados por los milicos esos días: extranjero y, por si
fuera poco, comunista.
Amanda
contó que en esa embajada era fácil hacerlo y nos condujo hasta el lugar.
Partimos en auto con el Guatemalo
escondido en el suelo del asiento trasero. Rogábamos que ningún milico o paco nos detuviera para revisar el auto,
medida de común ocurrencia en esos días. Afortunadamente no pasó nada y
llegamos al lugar. Primero lo observamos. Por fuera no se veía nada extraño, por
el contrario, todo parecía tranquilo en aquella cuadra del Barrio Alto.
Nos
estacionamos a una distancia prudente en una calle lateral y Amanda encabezó la
misión dirigiéndose hacia una puerta de
reja del servicio con una frazada y otros enseres. Mientras ella distraía a la
empleada con esos encargos para su hermano, nosotras hicimos una “sillita de
manos”, y el Guatemalo, que
afortunadamente era bajito y delgado, se subió y ágilmente trepó por el muro
lateral y saltó hacia el jardín. ¡Estaba a salvo!
Salimos
lentamente, haciéndonos las tontas, y al llegar al auto y encender el motor,
dimos un suspiro de alivio y nos reímos de alegría y satisfacción. También
aflojamos la enorme tensión nerviosa.
Este
éxito nos dio confianza y energía para decidirnos a asilar a continuación a mi
colega brasilero Chico López de Oliveira. Pero nos enteramos de que la embajada
de Honduras estaba ya bajo vigilancia de Carabineros, lo que corroboramos al pasar
por allí en la Renoleta.
Como
este tipo de información volaba en nuestros círculos de amigos y compañeros, nos
informaron de que sería posible asilarlo en una dependencia de la embajada de
Panamá, que quedaba en la comuna de Providencia, en calle Bustos. El gobierno
del general Torrijos había apoyado a Allende y lo seguía haciendo con sus
partidarios. Fuimos a hacer el reconocimiento del lugar, vimos que todo estaba
normal, que el edificio no tenía vigilancia aún y decidimos que había que hacer
la operación de inmediato.
Recogimos
a Chico en casa de Marcela, se echó al suelo del asiento trasero y partimos
hacia la nueva embajada. Claudio tocó el timbre del edificio, le abrieron y por
entre la puerta entornada vio que el hall estaba lleno ya de asilados políticos,
todos amontonados y de pie en el living. ¡Ya no cabían sentados!
Le
explicó al funcionario que traía a un brasilero. El funcionario se encogió de
hombros y abrió la puerta como diciendo “vamos a ver si puede acomodarse…” Claudio
lo empujó hacia dentro y se despidió con fraternales palmoteos en la espalda.
Chico
tuvo que quedarse de pie varios días, como la mayoría de sus compañeros de
asilo. Años después supimos que había conseguido ser huésped de Suecia, país
donde a su llegada, los exámenes médicos de rigor le detectaron tuberculosis.
Tras un largo tratamiento y buenos cuidados, murió en ese país muchos años
después.
Ocultando una "papa caliente"
En
cuanto al Guatemalo, debemos
retroceder un poco en su historia, porque, relacionado con él, surgió otro
ángulo increíble.
Ocho
días antes del golpe había llegado Ina, su esposa rusa a verlo. El había
estudiado cine en la Unión Soviética por varios años y allí se habían conocido
y casado. Era bajita, rubia, algo gordita y de profesión, ingeniera en
refrigeración para vuelos espaciales. Más bien había viajado a Chile a
“rescatar” a su marido, pues sabía de su ligazón con una chilena. El le había
escrito a la Unión Soviética confesándole que había conocido a Marcela, que se
habían enamorado y le pedía el divorcio. Cuando Sergio se lo informó a Marcela,
ésta le mostró su más rotunda desaprobación. Por nada del mundo quebraría su
matrimonio ni lo alejaría de su esposa e hija y, con mucha pena, le pidió que
se olvidara de ella. De modo que cuando Ina llegó a Santiago el 3 de septiembre,
Marcela ya se había desligado de él o al menos, trató...
Horrorizada
por los sucesos que acarrearon el golpe militar, sobre todo para los
extranjeros, en cuanto se levantó el toque de queda y el día 15 pudo salir a la
calle, Marcela acudió al departamento del guatemalo
en la Avenida Bulnes, en pleno centro cívico, frente al Ministerio de Defensa
ya ocupado por los golpistas.
Ina
abrió la puerta y cuando Marcela se presentó, se mostró reticente a abrirle
paso. Detrás suyo apareció Sergio, y a ambos les dijo que venía a ofrecerles
toda su ayuda en esas difíciles circunstancias. Concretamente, ofreció
buscarles asilo en una embajada. El tradujo al ruso a su esposa lo que les
ofrecían. Ella se negó a asilarse, tal vez porque no comprendía bien la
envergadura del conflicto que vivía Chile en esos momentos ni lo peligroso que era
para todo extranjero, en especial si eran ciudadanos de la Unión Soviética.
De
modo que después de que él se asiló, Ina quedó sola en Chile, sin hablar más
que ruso y francés, y con su tremenda facha de rubia eslava. Poniéndose a la
altura de la situación, donde la vida era más importante que nada, Marcela
decidió hacerse cargo de ella y la fue a buscar para ocultarla en su casa.
Luego, la llevó a la Embajada de la India, que estaba a cargo de los asuntos
soviéticos, para explicar el caso y solicitar asilo. Solamente consiguió que la
registraran en sus libros por si algo le sucedía.
Como
tenía su casa con muchos refugiados y sus amigos le aconsejaban asilarse ella
también, Marcela decidió llevarla a la nuestra mientras unos vecinos del Guatemalo buscaban otra salida para Ina.
Afortunadamente,
la ingeniera soviética no alcanzó a estar mucho más en Santiago. Al poco tiempo,
asilada en la Embajada de Venezuela pudo volar a Moscú, donde vivía. Nos dejó
de recuerdo seis típicos y hermosos vasos para vodka de artesanía rusa que
todavía conservamos. Nunca más supimos de ella.
Casa de seguridad
Como
se ha visto, eran los tiempos de dar refugio en casa a las personas perseguidas
por su militancia o simpatía con los partidos de la Unidad Popular. O
simplemente por ser sospechoso de serlo.
Y aquellos que los ocultaban eran igualmente castigados por las Fuerzas Armadas.
Como era peligroso que los vecinos vieran gente distinta en nuestro hogar, a
nuestros hijos les decíamos que eran parientes que venían de regiones a pasar algunos
días en la capital. Y cruzábamos los dedos para que ni siquiera esto lo
comentaran con sus amiguitos del barrio.
Pocos
días después del Año Nuevo de 1974, debimos recibir a la periodista Amanda Puz,
amiga y vecina nuestra.
Ella
no militaba en ningún partido, era sólo simpatizante de la izquierda como toda
su familia. Su marido, Darío Poblete, también periodista, era afín a la
Democracia Cristiana, partido cómplice del golpe. Pues bien, como Amanda
trabajaba en Paula y Darío en El Mercurio, por sus labores y contactos
estaban acostumbrados a los ambientes elegantes y no se les ocurrió nada mejor
que ir a pasar el Año Nuevo de 1973 a
1974 al Hotel O’ Higgins de Viña del Mar.
Llegada
la medianoche, en una mesa se levantan los comensales y, champaña mediante,
brindan por el triunfo de la Junta Militar y se escucha la Canción Nacional.
Todos a su alrededor se ponen de pie con la copa en alto… menos nuestros amigos.
¡Y se armó el escándalo! Comenzaron por hostilizarlos lanzándoles migas de pan
a la mesa. Luego, les gritaron “upelientos” y los expulsaron del lugar.
Amanda en Paris |
Después
se supo que en ese comedor había importantes oficiales de la Marina que no
podían tolerar la actitud de nuestros colegas. Amigos le soplaron que a ella la
relegarían a Putre, en la I Región, a 2.190 kilómetros de Santiago, ante lo
cual Amanda abandonó su hogar y comenzó a peregrinar noche a noche en casas de
diferentes amigos mientras le buscábamos una embajada donde asilarse. Con
nosotros estuvo un par de días.
Poco
después, se asiló en la embajada del Perú y Darío, se internó con ella. Ambos se fueron a Francia. Ella se encuentra
aún allá. Nunca pudo regresar definitivamente al país, pues sus hijas se
casaron y formaron familia con franceses.
En
otra ocasión, nos llegó un compañero desconocido para ocultar. Era bajito,
moreno, taciturno, callado. Trataba de pasar inadvertido siempre. Nunca habló
una frase. Apenas el saludo y las gracias. Estuvo sólo una noche con nosotros y
nunca supimos su nombre.
Años
después nos enteramos de que se trataba de un diputado comunista de Curicó y se
había arrancado de un camión donde lo llevaban detenido junto a otros
prisioneros. Huyó en medio de los balazos con que los soldados trataron de
impedir su fuga y se vino a Santiago a pie (200 kilómetros), escabulléndose por
caminos cordilleranos, durante varios días, alimentándose de malezas y bichos y
durmiendo a la intemperie… Terminó sus días en Irlanda, país donde vivió su
exilio.
María
Eugenia, Cheña, otra colega
periodista que trabajaba en la revista juvenil “Onda”, también en Quimantú, era
mirista activa y muy firme en sus ideas. Solía ir a conversar con mis compañeros de Documentación para discutir
posiciones y analizar la coyuntura política.
Ocurrido
el golpe, la persecución contra el MIR fue tanto o más implacable que hacia
comunistas y socialistas. “El MIR no se asila”, era su consigna y todos sus
militantes debían pasar a la clandestinidad donde algunos de ellos, preparaban
o soñaban con la acción armada contra los milicos.
Cheña
llegaba a menudo a casa contándonos los horrores de la represión hacia sus compañeros.
La Aviación, al igual que las otras ramas de las Fuerzas Armadas, contaba con
una policía secreta, en este caso la SIFA, que se especializó en cazar altos
líderes y militantes del MIR.
Los
llevaban a la temida Academia de Guerra en Av. Las Condes, que encabezaba el
General Matthei, miembro de la Junta Militar. Allí los torturaban para obtener
información acerca de sus planes de resistencia, nombres de dirigentes, etc. Encabezaba
esta represión el odiado Edgar Ceballos, contra quien Cheña debió enfrentarse
cuando tomaron prisionero a su compañero Sergio Santos, al que apenas conocíamos
por su chapa, “Mario”. Durante su permanencia allí, sufrió indecibles torturas
físicas y sicológicas bajo su mando, al punto de intentar suicidarse, huellas
de lo cual quedó en sus muñecas. En esos momentos duros, Cheña buscó refugio en
nuestra casa junto con su pequeño hijo Sergito, que no llegaba a los dos años
de edad.
En
una ocasión, Cheña llegó a casa con Juan Carlos, un compañero treintón, de
presencia tímida y agradable, que era seguido por los esbirros de la SIFA.
Conversaron largo rato y esa noche Juan Carlos se quedó con nosotros hasta la
mañana siguiente. Era el compañero de Gladys Díaz, periodista mirista también,
muy conocida como presidenta de un sindicato de periodistas radiales y que vivió su propio calvario en Villa
Grimaldi.
Años
después, comprobamos con horror y tristeza que el nombre de Juan Carlos formaba
parte de la lista de 119 miristas asesinados en la Argentina, en aquel
detestable caso en que la dictadura pinochetista montó una operación
transnacional haciéndolos aparecer como muertos tras un supuesto enfrentamiento
entre ellos. Para este montaje, se creó el diario “El día” en La Plata, Argentina, periódico que apareció una sola
vez, junto con otro similar en Curitiba, Brasil. La prensa cómplice de esta
llamada “Operación Colombo”, en Chile reprodujo la mentira. El vespertino La Segunda de la Empresa El Mercurio, alcanzó
el máximo del cinismo y la crueldad con un titular de primera página que decía
“Exterminan como ratas a miristas”.
Antes
de ser despedida, los nuevos jefes de la ex Quimantú (ahora Editora Gabriela
Mistral) me obligaron a tomar vacaciones. Era noviembre del 73 y decidimos
dejar a Cheña encargada de “cuidar” la casa. Bajo ese “manto” nuestra casa se
convirtió en una “casa de seguridad” del MIR.
Durante
nuestra ausencia, mi cuñada Marcela – sabiendo que estábamos en la playa -
llegó un día a la casa para prestársela a una célula del comunista que necesitaba
un lugar para reunirse. Cuando vio movimiento adentro, asombrada tocó el
timbre, y se encontró con que ¡estaba ya ocupada por otro grupo clandestino!
Hacia el exilio
Una
noche golpea la puerta mi colega, amigo y compañero de Documentación, Gonzalo (Payo)
Grondona, que militaba en el MAPU. Venía a despedirse. Si bien aún no lo habían
ido a buscar, tenía temor por su militancia y principalmente, porque su carrera
de cantor popular estaba dedicada a
ensalzar el socialismo y denunciar el fascismo. Una de sus canciones, “El golpe
de Estado”, fue premonitoria. De Quimantú lo habían despedido, de modo que
estaba deprimido y de brazos cruzados como tantos chilenos por esos días.
Aconsejado por amigos y parientes, decidió marcharse del país.
Payo Grondona |
Nos
anunció que se iba a la Argentina en tren. Estaba repartiendo entre sus amigos sus
escasos bienes del departamento que ocupaba en una de las Torres de San Borja y
a nosotros esa noche nos trajo unas tacitas de café de cerámica, un pote de
greda pintada, muchos de sus discos grabados y un archivador lleno de letras de
canciones de su amigo Patricio Manns, que quería resguardar.
Esos
discos más los nuestros del Quilapayún, Angel Parra, Mercedes Soza y otros,
estuvieron ocultos por largo tiempo, mezclados con otros LP (vinilos) inocentes en un closet, mientras él
cumplía un largo exilio en Alemania Democrática, trasladando tornillos de un
mesón a otro, según nos contaría a su regreso.
Allí
permaneció su tesoro artístico hasta que les gustó a alguno de los tantos
ladrones que nos entraron a robar. Pero las tacitas verdes de cerámica, así
como el pote de greda para las galletitas, aún adornan nuestra mesa. Nos
recordaron al Payo mientras estuvo en el exilio, así como ahora nos lo
recuerdan en una más dura ausencia: está recluido en una casa de reposo en
Villa Alemana, V Región, tras un accidente vascular.
Mi cuñada Marcela
Claudio y Marcela |
Un
día de fines de diciembre de 1973, Marcela nos comunica acongojada, pero con
firmeza, que ha decidido abandonar el país. Que sus amigos se lo recomiendan y
que ella ve que ya no tiene nada que hacer en Chile. Que la tristeza la
consume, que todos sus amigos y amores se fueron exiliados, que no tiene
trabajo, en fin… Su hermano Claudio trató de convencerla en contrario, pero fue
inútil. Además, nosotros mismos temíamos que la detuvieran en cualquier
momento, pues seguía ocultando en su casa a muchos “prófugos de la justicia”.
Tras
la muerte de Neruda, el dolor la inspiró para escribir “Padre nuestro”, poema
que circuló como anónimo en publicaciones clandestinas y más adelante se
publicó con escándalo en primera página de La
Segunda y tiempo después, en La
Tercera del 11 de noviembre de 1975, al encontrarlo en el dormitorio del
sacerdote Rafael Maroto, tras un allanamiento que sufrió por su lucha contra
los golpistas. Dice así:
PADRE
NUESTRO
Padre
nuestro que estás en los cielos
quiero
hablarte al oído y contarte mi duelo
y
decirte el inmenso dolor de mi pueblo.
Yo
también soy el pueblo y mi luto es muy negro;
son
tantos los dolores que llevamos por dentro,
porque
ni eso es posible: mostrar el llanto abierto.
Es
preciso ocultarse y sufrir en silencio;
hay
que poner bandera y mostrarse contento
ignorando
las burlas y los fusilamientos,
sonreír
en las calles ignorando los muertos,
saber
que en el Estadio torturan a los nuestros
por
haber defendido el gobierno del Pueblo.
Nos
matan los obreros, los médicos, las artes
y
al insigne Neruda lo entierran sin más trámite;
prostituyen
las mentes pidiendo delaciones,
sólo
se escuchan marchas, no hay versos ni canciones
ni
un poco de respeto para nuestros dolores.
Yo
viví muchos años creyendo en la decencia
de
los uniformados que eran nuestra defensa
y
que hoy, asaltando al pueblo, se cubren de vergüenza.
Es
fácil detectarlos: allanan, violan, roban
andan
con metralleta y se visten de verde
con
armas y uniformes comprados por el pueblo,
incendian
La Moneda, matan al Presidente,
persiguen
a Ministros y masacran la gente.
¿Qué
buscan qué persiguen?
Prostituir
la Patria, entregarla de nuevo
convertirnos
en parias,
echando
a los cubanos para darla a los yanquis…
Pretenden
que olvidemos que dimos un gran paso
y
suponen, ingenuos, que el fusil lo ha logrado.
Qué
poco nos conocen, qué mal nos han juzgado,
este
baño de sangre consolida los lazos
y
nos llama a un presente más revolucionario
¿Nos
disuelven la CUT?
¿Toman
a Corvalán?
¿Nos
niegan reajuste?
¿Nos
despiden en masa?
¿al
más grande poeta le saquean la casa?
¿hay
familias deshechas, hay huérfanos, hay viudas?
¿hay
muchos compañeros viviendo en embajadas?
¿Se
terminó el Congreso?
¿El
periodismo ha muerto?
¿
la dignidad de Chile es ya sólo un recuerdo?
¿Se
aleja el socialismo y resucitan los gringos?
No
importa; hay un mañana;
nos
quedan fuerzas e hijos
y
una frase muy cierta
que hoy decimos sin ruido:
“El
pueblo estando unido
jamás será vencido” y
más
tarde o más temprano
lo
habremos conseguido.
Santiago
de Chile, 23 de septiembre de 1973
Un
14 de enero de 1974, junto a un grupo de sus amigos la acompañamos al terminal
de buses internacionales. Entre ellos, la soviética Ina, quien, en señal de
agradecimiento por todos sus cuidados, le regaló lo más valioso que tenía, su
cámara fotográfica.
Mi
cuñada partió al norte, al Perú. Allí se asiló y buscó un país europeo que la
acogiera. Su segundo destino fue Edimburgo, en Escocia, donde pasó tres años y
luego su exilio continuó en Suecia por otros cuatro. Logró llevar consigo a su
hija menor, pero sus dos hijos mayores se quedaron en Chile con el papá y luego
se fueron a la Argentina ya libre de dictadores.
Este
fue otro de los castigos de la dictadura pinochetista. Además de las nostalgias
por la patria lejana, fue doloroso tener a la familia disgregada, sin saber
cuándo se reuniría otra vez.
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